Todavía podía recordar claramente esos días si me esforzaba por hacerlo...
Sabía que no podía perder la compostura  en un momento así, que debía ser paciente e inteligente, pero la verdad  es que ya comenzaba a desesperarme no saber nada de él. No saber si  estaba bien, si necesitaba algo… ¿dónde estaría? ¿con quién? ¿entre qué  gentes? ¿tendría frío? Me frustraba y me generaba tanta impotencia no  poder hacer nada… aún no sé de dónde saqué las fuerzas necesarias para  no romper a llorar mientras abrazaba a Uke en aquel momento.  Me puse de  pie al separarme y quise tomarle de la mano para regresar a casa, pero  él se adelantó hasta la puerta de su hogar, y se sentó en el suelo  frente a la puerta, abrazándose las rodillas sin mencionar una palabra.  Esa imagen terminó por devastar mi corazón. No pude más que sentarme a  su lado y quedarme a su lado por unas horas más.
Los días siguientes  fueron iguales, simplemente tuve que renunciar a la idea de volver a  encontrarle, no había rastro suyo por ningún lado. Sólo unas semanas  después supe por parte del rector del colegio que él estaba bien.  Después de eso no supe dónde estaba, si aún residía en Japón, si había  vuelto a Alemania, o a Inglaterra, o si simplemente se lo había tragado  la tierra. 
Los meses que vinieron luego fueron motivo de una unión  muy intensa entre mi hermano y yo. Aunque de formas diferentes, ambos  encontramos en el otro un refugio y un hombro en el que llorar. Se le  extrañaba tanto que de vez en vez solíamos leer los libros que él había  dejado en casa. Todo lo que teníamos suyo además de eso era un anillo de  plata que había olvidado sobre el estante del espejo al lavarse las  manos. Lo usé por mucho tiempo, era una manera de sentirle cerca, de  sentir que aún le llevaba conmigo. No pasaba un solo día sin que  anhelara verle en el asiento a mi lado en el colegio, o sin que el  camino a casa sin sostener su mano en el trayecto me hundiese en una  profunda soledad. No podía encontrarle explicación a todo eso, sólo  sabía que lo extrañaba, que quería estar a su lado, sentir su pecho  moverse al respirar y besarle una vez más. Decirle que lo amaba, que  cada día lo necesitaba un poco más, que no importaba que no me hablara  de su vida, que aún así seguiría viéndolo para aprender un poco más de  sus ojos. “Rui… ¿estás bien?”, pensaba cada minuto que pasaba. Habíamos  hecho la promesa, considerando sus orígenes, de que si algún día nos  separábamos por motivos que excediesen de nosotros, conservaríamos  nuestro amor el uno por el otro.
Había sido un día de esos grises,  perfectos para recordar. Grises como él, denso como el fantasma de su   historia, pero fresco y ligero como sus ojos y su voz. 
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